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La mirada se ha desplazado de la línea de horizonte, ha vuelto a ser vertical. Ya no vemos hacia “el cielo” con ilusión a una luz cálida en éxtasis, tampoco vemos con frontalidad al mundo, procurando confrontar un paisaje que rodea y refleja una realidad envolvente que observó la Modernidad. No. La mirada ha caído y así mismo el cuerpo. La luz fría de la pantalla es quien vigila la declinación de mi ser y mi tiempo. La permanencia de la pantalla, la impermanencia del cuerpo.
La pérdida… y la pérdida de la imagen…
De lo extradiegético a lo diegético.
Enviar señales de latencia y persistencia.
¿Mi imagen y mi cuerpo ya no se actualizan? Ya no me puedo previsualizar…
Jingles para partir. ¿y por qué no…?
La alegoría de un cuerpo “digitalizado”, el recuerdo alterado, la (re)construcción del rito, la simulación de la vida, pero también de la muerte. Se sumergen en un mar de datos que albergan la promesa de la permanencia y la omnipresencia de la imagen a través de un cuerpo desmaterializado. Inmortalizar el avatar que nos representa en la nube paradisiaca del internet quiebra el espacio íntimo con la transmisión constante del todo, se fusiona el error y la liminalidad, desbordando la presencia y la idea de presente. Simular el recuerdo de lo ausente a partir de inteligencia artificial (A.I), la videovigilancia de cuerpos para asumir nuestras emociones y pasiones se ha convertido en un filtro alterado por el dispositivo quien me enuncia al mundo sin habitar en él.